Ahora que comienza a haber líos en la calle, aunque espero que no duren, es bueno pensar un poco sobre los Sindicatos.
Que la democracia española ha heredado un
sistema que no lo fue, es cosa bien sabida. Que cierta izquierda haya llegado a ver en ese origen una
lacra original, ha sido moda reciente y, por cierto, enormemente hipócrita,
porque lo más curioso de esa moda es que no ha subrayado una de las características
más notables de nuestro sistema político, a saber el lugar de privilegio que
ocupan los sindicatos. No es
posible negar que el papel político que desempeñan los sindicatos españoles, su
forma de financiarse y su incrustación en muy diversas instituciones,
constituye una de las más evidentes formas de pervivencia del franquismo, la
continuación de una especie de estado corporativo que resiste a la democracia a
través de muchas instituciones y reglas de juego que se han incrustado en el
nuevo orden constitucional.
No es razonable discutir ni la existencia de
los sindicatos ni su derecho a discrepar, ni siquiera ese derecho a la ceguera
que les lleva a identificar las políticas de izquierdas como las más
convenientes para quienes se
supone defienden. Es lógico que haya un poder sindical y sería muy conveniente
que se desarrollase al margen e independientemente de la dinámica política
ordinaria, pero eso no es lo que sucede en España. Con muy escasas excepciones,
nuestros sindicatos son unas corporaciones burocratizadas que viven
exclusivamente de los caudales públicos, que los administran con un opacidad
que no presagia nada bueno ni decente, y que actúan conforme a una lógica política
enteramente ajena a los intereses reales de los trabajadores, aunque muy
coherente con los intereses corporativos de la cúpulas directivas, un grupo
bien nutrido e impermeable de dirigentes que se perpetúan en sus puestos al
tiempo que reciben suculentos ingresos de los órganos corporativos en que se
han enquistado.
Solo un país ciego se negaría a establecer la
evidente relación que existe entre este tipo de instituciones sindicales, la
rigidez de nuestro mercado laboral y el terrible azote del paro que está a
punto de colocar a la economía española al borde del abismo. Solo una hipocresía
redomada sería capaz de ocultar la anormalidad que supone que la legislación
laboral pueda estar secuestrada de modo que sea materia vedada a los órganos
que representan la soberanía, salvo que el Parlamento y las fuerzas políticas
obtengan previamente un visto bueno de una cúpulas sindicales, un grupo de
personajes que no se representan más que a sí mismas y a sus abundantes
privilegios. Un corolario inaudito de todo esto es que los sindicatos se crean
legitimados para discutir en la calle, mediante el alboroto y la violencia
disimulada, los cambios, tal vez más tímidos que prudentes, que pretende
introducir un gobierno que acaba de obtener una notoria mayoría absoluta y un
mandato político bastante explícito a este respecto.
El poder sindical ha conseguido mediante el
amedrentamiento y la complacencia de la izquierda, que no tengamos todavía una
Ley de huelga, un instrumento absolutamente esencial para frenar el
aventurerismo de los más radicales y para garantizar que los derechos de los
trabajadores no se ejerzan pisoteando los derechos comunes del resto de los
ciudadanos, trabajadores también, aunque con un derecho innegable a librarse
del sometimiento a la dictadura sindical.
El gobierno de Rajoy tendrá que actuar con
prudencia y es seguro que lo hará, pero perderá una oportunidad histórica de
normalizar el marco político español si evita la revisión indispensable de los
privilegios sindicales, si no saca adelante una ley razonable de huelga y si no
acaba con la presencia de las burocracias sindicales en órganos perfectamente
inútiles e incongruentes con cualquier democracia. La izquierda, naturalmente,
se opondrá a estas reformas, porque sabe que siempre puede contar con los
sindicatos para disimular sus errores o para incrementar su control social.
Zapatero, el mayor destructor de la economía y el empleo de toda nuestra
historia reciente, ha tenido a los sindicatos a sus órdenes. Que estos señores
que no han movido un dedo frente a la irresponsabilidad política del anterior
gobierno pretendan impedir ahora que el nuevo gobierno arregle los disparates
económicos y corrija el mercado laboral es un índice inequívoco de cuáles son
los intereses que les guían.
El inmovilismo sindical es un auténtico cáncer
de la economía española, un tumor que o se ataja o irá a más. Hay
instituciones, como las Universidades, lo que constituye un caso casi único en
el panorama internacional, en las que el poder sindical ha adquirido un
protagonismo desmedido que explica, en buena medida, el abismo de mediocridad
en el que se están hundiendo nuestras universidades, cada vez más lejos de los
modelos de excelencia que se abren paso en los países razonables. A medio y
largo plazo, nuestra economía no tendrá remedio si hemos de seguir pagando
tributo a nuestro peculiar, endogámico, ineficaz y egoísta poder sindical.
3 comentarios:
¡Con un par!
Bueno, Pepe, me parece que, simplemente, es la puritita verdad
Bien dicho. Ya era hora.
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